martes, 18 de julio de 2017

Pretoria ha sido, entre muchas otras cosas, el lugar en el que me hice adicta a los audiolibros. No me molesta pasar tanto tiempo sola, pero a veces necesito llenar esos espacios con cosas que hagan todo más llevadero: las largas horas empleadas en el trabajo doméstico y de cuidados, por ejemplo, son menos tediosas si mientras tanto puedo escuchar un cuento o una crónica. Es un síntoma de la época, estos días en que los tiempos están confusos y sobrepuestos. Pero además de los horrores que eso ha traído en la sociedad, también deberíamos hablar de las posibilidades súper bonitas que nos ha abierto: 30 minutos cortando verduras se traducen en un cuento, o un capítulo, o un poema, y está chingón lo que esas dos interacciones y actividades producen. O, por lo menos, lo que producen en mí.

Por ahora estoy escuchando el último libro de Harry Potter. Ya sé que no es la gran literatura, pero me gusta la historia, me gusta cómo está contada, y son súper útiles para practicar mi inglés y distraerme cuando cocino o trapeo. Los audiolibros de HP han sido grandes aliados en esos momentos en los que no tengo ganas de nada. Siento como si fuera tomarte un café con la tía que te cae bien: ya sabes de qué se trata, pero eso no quiere decir que la ligereza de la conversación y las bromas sean menos disfrutables.

Así que más o menos con ese mood de ‘ya sé qué me vas a decir, pero está chido’, me la he pasado combinando la fantasía con el nada fantástico trabajo de cuidar el espacio en el que vivo. Con la rutinaria actividad de limpiar el piso cada vez, y de sacar cosas del refri cada día, y de prepararme un menú que con mayor o menor fortuna combine lo saludable con lo que no sepa tan mal, y que además se adapte a mis bajísimos niveles de destreza en la cocina.

Pero hoy, cuando lavaba los trastes, me encontré con un pasaje que me conmovió muchísimo. Será por la soledad, será por los hormonas, será porque hace 10 años que lo leí no tenía las herramientas para entenderlo. Es el segundo capítulo del tomo 7, cuando Harry tiene que despedirse de sus tíos Vernom y Petunia, y de su primo Dudley. La familia con quien por 16 años vivió, siendo tratado como un estorbo, una carga. No van a volver a verse nunca, y ambos lo saben. El momento del adiós, sin embargo, es melancólico e incómodo, con muchas palabras no dichas, con algo entre el alivio por haber llegado al final, y la tristeza por lo que pudo ser si tan sólo no fuéramos nosotros los que estamos escribiendo esto. Y al final Harry ve a estas personas, que han sido el primer espacio en el que conoció el desamor, y no es capaz de decir nada. Aquí no le sirven sus conjuros, ni su varita, ni hay magia capaz de transformar esta historia. Así que sólo cierra la puerta, buena suerte y hasta luego.

***
Hace 10 años yo no sabía lo que era tener enemigxs. Por supuesto, pasé por la adolescencia, y fui una adolescente bastante promedio que tenía ciertas rivalidades con amigas y no amigas. Fulanita, que anda con el Sotanito que me gusta, es increíblemente tonta y me cae mal. Yo le gusto a Menganito y por eso Sulanita me mandó un mensaje diciendo que soy una puta. Puras enemistades pueriles que en el fondo trataban de imitar el guión de ‘Amigas y Rivales’, o de ‘Soñadoras’, o la telenovela en turno. En la que, por supuesto, las mujeres teníamos que ser justamente rivales, y hacernos desplantes con mayor o menor elegancia, y etc.

Después de eso hubo un montón de gente que no me cayó bien, y a la que yo no le caí bien, y limitamos estos disgustos a cruzar la calle, no cruzar palabra, no interferir en la trayectoria del otro/a.
Hasta que llegó el 2015, y a mis 30 años supe lo que se sentía tener enemigas más allá del drama televisivo. Supe lo que era tener miedo de alguien, y resultó que era alguien que tenía poder sobre mí, así que supe, por primera vez, lo que se sentía que me sudaran las manos y se me secara la boca cada que veía venir las señales de otro ataque.  Supe que en la oficina de al lado había un grupo de personas riéndose porque me vieron llorar en el baño. Supe que en las cervezas del viernes el tema de conversación fue cómo hacerme sentir tan asustada que, aparentemente, no me iba a quedar más remedio que irme de ahí por mi propio pie. Supe lo que se siente eso de que te ‘levanten falsos’, y el juicio menos imparcial y más cruel en el que he estado en mi vida, con ella sentada enfrente de mí acusándome de cosas que jamás hice (ni haría), viéndome a los ojos convencida de que todo se valía para darme una lección a mí, la N. a la que ‘alguien’ tenía que enseñarle que no, que no era tan inteligente, que no era tan feminista, que no era tan buena persona, que no valía tanto la pena.

Y, por supuesto, supe ser una enemiga. Supe lo que se siente el odio. Supe mis deseos y fantasías de que algo malo le pasara. Supe que el día que P llegó llorando porque su gatito estaba enfermo yo me metí a la oficina de buen humor, y pensé que ojalá que se muriera. Y cuando la vi comiendo pepinos porque estaba a dieta, yo bajé por un café riéndome y diciendo que pobre morra, ojalá toda la vida tenga que vivir con sus kilos y su vergüenza.

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La última vez que la vi fue en la fiesta de fin de año. No debí de ir, pero estaba un poco obsesionada con no dejarlas ganar (pero qué tonta, pienso hoy). Nos ignoramos durante toda la noche. Yo fingí pasármela súper bien, bailé horas seguidas, brindé con todomundo. Al final me la encontré en el estacionamiento, yo estaba esperando mi Uber, ella iba caminando sola a su camioneta, aparentemente a sacar un abrigo de la cajuela. Me vio, y sólo me dijo ‘buenas noches’. Pensé en todos los discursos que por meses había estado practicando, todo lo que querría decirle, preguntarle, todas los por qués y los chingatumadre que había pensado que se merecía. Y al final no pude decirle nada porque, igual que Harry Potter, entendí que no había nada qué decir. Que no había nada más que la tristeza y la sentencia fatídica, para ambas, de que ‘lo que hagas será para siempre lo que hiciste’. Buena suerte y hasta luego. 

miércoles, 17 de mayo de 2017

Me gusta que el 30 de abril todomundo sube sus fotos de niñx a Facebook. Me gusta ver a mis contactos e imaginármelos en esa otra vida, cuando ni siquiera nos conocíamos, cuando el internet no había llegado a nuestras casas, cuando éramos y no estos que somos ahora. Así que desde hace años pongo también mi foto de niña en esa fecha, siempre la misma.

Una cosa que me gusta de esa imagen es que recuerdo perfectamente bien el día que mi mamá la tomó. Fue en mi cumpleaños número 8. En casa, como éramos pobres - según ya he contado mil veces aquí - nunca hubo fiestas infantiles. Eso no quiere decir, sin embargo, que mi mamá no se haya encargado de arreglar un festejo amoroso cada vez. Ese día me compró un pastel y me dio un regalo: un libro de la saga de Trixie Belden.

Trixie Belden era una niña detective que, con ayuda de su pandilla, resolvía los misterios más inverosímiles del mundo (para más información acudan a su Wikipedia de confianza). Mi hermana y yo amábamos esos libros que, como fiel muestra de la cultura saltillense, sólo podían comprarse en una papelería pequeñita, escondida entre una farmacia y un puesto de gorditas frente al Hospital Universitario. Quién sabe por qué razón a lxs dueñxs les pareció buena idea vender también ciertos libros educativos, y quién sabe cómo llegó ahí la colección de TB. Total, que un día mi mamá nos compró uno (uno para las dos, con la condición de prestárnoslo y portarnos bien), y después de eso tuvo que soportar que cada cumpleaños y navidad pidiéramos lo mismo de regalo, eso sí, especificando cuidadosamente qué historia nos faltaba (“pero no te confundas, mamá, ya tenemos al jinete sin cabeza, falta el vestido de terciopelo”).

Así que en mi cumpleaños número 8 mi mamá cumplió el amoroso deber de regalarme un libro de Trixie Belden. Yo estaba tan contenta que lo primero que hice fue ir a registrar el festejo en mi diario, porque por alguna razón que todavía no logro recordar, desde entonces tenía la cursi costumbre de registrar por escrito mis aventuras infantiles. Mi mamá me vio en la cama, con el diario y el libro, y me tomó la foto.

Hace poco que la subí a Facebook me acordé de todo esto, y a mis recién cumplidos 32 me asombró muchísimo la manera en la que puedo verme en esa niñita de 8 años. Esperen, amigues, no lo digo con la cursilería de la niña interior inocente a la que he abandonado hace mucho pero debo recuperar para ser feliz. Lo digo porque mi vida, igual que la de todomundo, está construida a partir de hábitos significativos. Y mis hábitos más tercos y más significativos en todos estos 32 años han sido esos: leer y escribir.

Leo de la manera más improvisada del mundo, como ya también dije aquí antes. Se me han pasado muchos ‘must’, y he dedicado un montón de tiempo a leer cosas ‘menores’. Y yo creo que todo ese desorden tiene que ver con que para mí la lectura es una actividad salvadora, un lugar en el que puedo esconderme, y lo demás francamente no me importa demasiado.  Lo era cuando tenía 9 años y escuchaba pelear a mis papás; lo era cuando tenía 14 años y mi adolescencia era tan sosa y aburrida como podría esperarse de una chica pobre de provincia; lo era cuando tenía 20 años y me corría todas las clases de la Facultad para irme a encerrar a la infoteca porque odiaba todo lo que tuviera que ver con el mundo real. Y lo es ahora, cuando despierto y me repito la historia de que estoy en una ciudad de la que hasta hace 5 años ignoraba la existencia.

Por eso cuando alguien usa la expresión ‘es como cortarme un brazo’ entiendo casi perfecto, porque recuerdo la Depresión Mayor y cómo lo más terrible es que no podía leer. Y era como cortarme un brazo, como cortarme mi historia, como mandarme a la guerra sin armas o a la primaria sin lápiz.
Anyway, se me había pasado poner en el blog la lista de los libros que leí en el 2016. Y como ahora estoy en una etapa especialmente consciente de las tradiciones que me he construido, pues aquí va, sólo porque quiero mucho este blog (tanto, tanto, tanto, que no lo quiero dejar morir aunque me mate de la pena regresar). Al final, y ahora sí contradiciendo todas las reglas de este espacio, les dejo la foto de N. a los 8 años.

1.      Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt.
2.      La casa del dolor ajeno, de Julián Herbert.
3.      El viento se llevará nuestras palabras, de Doris Lessing.
4.      When rain clouds gather, de Bessie Head.
5.      All about love, de bell hooks.
6.      Zami: a new spelling for my name, de Audre Lorde.
7.      The vegetarian, de Han Kang.
8.      The left hand of darkness, de Ursula K. Le Guin.
9.      The schooldays of Jesus, de J.M. Coetzee.
10.  Thirteeen cents, de K. Sello Duiker.
11.  Basura, de Héctor Abad Faciolince.
   .  Una de dos, de Daniel Sada.

Tengo dos cosas qué decir. 1: Leí bien poquito, qué oso, es que estaba siendo muy feliz. 2. Mi favorito fue, predeciblemente, el de Audre Lorde.




viernes, 24 de marzo de 2017

Creo que pronto empezaré a usar una peluca. 

Un problema de salud, sumado a la herencia de poquísimo cabello, ha dado como resultado que, desde hace meses, no pase una mañana en la que no me vea al espejo y piense - de pasada o con preocupación creciente, como observación o reclamo, con resignación o tristeza - que “odio mi cabello”.  A estas alturas, 31 años y contando, en este mundo colonizado, heteropatriarcal, bla, bla, bla, ya una debería estar acostumbrada a no gustarse. Al mismo tiempo, en la vida de todos los días que está hecha de miniresistencias, una se acostumbra también a gustarse: hacer intercambios, trade – offs, trabajar con lo que se tenga. No ser nalgona pero tener bonitos ojos. No ser alta pero mira qué pantorrillas. No ser delgada pero mis lunares quizás tienen un mensaje oculto.

Y yo ahora tengo un recurso menos para la resistencia, creo. Porque mi cabello se cae, y me recuerda que nuestra capacidad de renovarnos no es tan rápida ni tan fuerte como nuestra capacidad de pérdida. Me muero todos los días, dice Sabines, y yo veo todos los días irse por la coladera un montón de cabellos que ni siquiera han sido acariciados lo suficiente. Los que quedan, además, no ‘compensan’ a los que se van: son, además de pocos, feos: delgadísimos, se rompen, forman nudos, no brillan, no vuelan, no invitan a ningunos dedos a enredarse en ellos, ni a ningunas manos a jalarlos en medio de ningún arranque apasionado, ni a ningún rayo de luna a hacer nido en este lugar, faltaba más (o menos).

Pero hoy me cansé de estar triste también por esto. Porque, puta, además: el cabello. Ojalá fueran estrías, o cicatrices escandalosas en los muslos, o celulitis en el vientre. Esas cosas que puedes disimular con ropa o maquillaje, o decidir sólo mostrar a los merecedores de su gloria, como una cicatriz en forma de clavo que se deja acariciar sólo por los incrédulos que necesitan la certeza de la piel, las heridas, el amor. Pero puta madre, el cabello. ¿Cómo le oculto a quienes me miran que hay algo aquí que no funciona como debería?

Estoy cansada de estar triste, decía. También por esto. Así que renuncio. Porque una cosa es la pérdida, y las cosas que no puedo detener. Y otra cosa es la renuncia, la voluntad triunfando sobre el espejo. Mañana voy a ir a cortarme el cabello, chiquitito, pegado a la cabeza. Y después voy a comprar una peluca de cabello abundante, oscuro, natural y brilloso. Y después voy a aprender otro performance, y me voy a repetir mil veces que estoy actuando la sobrevivencia, los pequeños actos de rebeldía, los pasitos de bebé para hacer que la vida duela menos.


viernes, 17 de febrero de 2017

Envejezco, crezco, no sé si afino


Ya no es novedad, ya no sorprende a nadie, ya nada de nada: en la mañana me desperté con un montón de ansiedad y me puse a llorar mientras tomaba mi café.  A. se fue a trabajar, como siempre, me dio un beso en la frente (también como siempre), me dijo que "ponte a hacer tus cosas, te llamo al rato". Y yo me puse a hacer mis cosas: terminar el café, limpiar la cocina, inventar una receta y ponerme a picar verduras compulsivamente, venir a la computadora a revisar mi correo, poner música, regar las plantas. 

O sea que estoy en medio de una mini crisis depresiva, pero he pasado por esto tantas putas veces, que ya es como 'ah, sí, otra vez, ojalá sea leve y pase pronto'. Supongo que es normal: me acabo de mudar de país (ya había venido antes, pero ésta es la primera vez que vengo con una visa de tres años y sin boleto de regreso), empecé clases (y me la paso preguntándome si no era mejor la opción de seguir escribiendo crónicas y lidiando con editores/as enfadosos/as. ¿para qué quiero hacer - siempre sí - el doctorado?), estoy estresada por el idioma y por las fechas, siento (ahora sí) toda la soledad de ser una mexicana feminista marxista que vive en Pretoria. Odio la ciudad: odio que sea tan blanca, odio que haga tanto calor, odio que no me pueda mover sin coche, odio que a las 7pm parezca que es la 1 de la madrugada, odio que la comunidad mexicana aquí es fresísima, odio que no puedo llamar por Skype en mis mañanas porque todos mis afectos están durmiendo en México. Odio que mis afectos en México cada vez escriben menos, llaman menos, preguntan menos. No hagan eso, weys, vivir en otro país la neta sí está cabrón, una siente amenazada casi todo lo que es y ha sido.

Además estoy enferma. Algo en mi cuerpo no funciona como debería, y además de todos los efectos incómodos que eso tiene, está la angustia de saber que algo ahí adentro no está haciendo su chamba chido. Y que ese algo, además, me hace llorar un montón y sentir que no tengo el control de nada. 

Vine a revisar mi correo y me dieron ganas de procastinar un poco. Según yo tenía un post sobre los libros del 2016 a medio escribir, pero ahora resulta que no lo encuentro. Luego no mamar, me di cuenta de que este año cumplí 10 años escribiendo aquí. 

Así que aquí un post de febrero del 2007. 

Gracias, N. del pasado, porque aunque ponías a Benedetti (quéosoquédeshonor) de epígrafe, eras bien chida. 

He escrito el tiempo suficiente para darme consejos a mí misma. He dejado suficientes migajitas para no perderme en el camino.











Del 2007, sí, leyeron bien: 2007.




pero cada lugar tiene su tiempo
cada tiempo su marca
cada desolación su maravilla...
Mario Benedetti

La semana antepasada tuve una mini crisis que vino en una forma distinta. Además de las manifestaciones ya clásicas como el llanto y el insomnio y esas cosas, esta vez estuvo también acompañada de un sentimiento nuevo. Algo así como mal humor, coraje, desesperación. De pronto sentí que nada de lo que estoy haciendo para “estar bien” está dando resultados… Ni el trabajo, ni el tratamiento, ni el tiempo extra que destino a estar con mis amigos y con mi familia… Nada. Me dieron unas ganas inmensas de olvidarme de todo, de manejar hasta cualquier otra parte. De cerrar los ojos y despertar dentro de medio año. De apretar un botón de “fwd” y adelantar los próximos meses.
El doctor me dijo que era normal en tratamientos largos (como el mío, se supone). Perfectamente normal que quisiera dejar de tomar medicinas y que me sintiera desesperada. Pero luego me preguntó “¿y estás bien como para dejar el tratamiento?”. Y no, no estoy bien como para decir que no necesito continuar. Es que ése es el problema: que estoy mucho mejor, pero no estoy bien.
Así que fui a ese lugar en el que siempre me escondo cuando no me siento bien. Y cuando salí me sorprendió un sol increíble y mucho calor y un lago (jajaja, no quería revelar mi escondite, pero ya dije que afuera hay un lago, mmm) que se veía especialmente lindo. Entonces me senté y traté de evocar mi recuerdo más antiguo en ese lugar… Y resulta que el recuerdo que salió (especialmente oportuno) fue uno de hace ya casi cinco años, cuando acababa de entrar a la Facultad. Por esos meses estaba súper deprimida, y desesperada, y no le hablaba a nadie y no entraba a clases y no quería estar aquí. Pero resulta que tenía una amiga, con la que una vez fui al lago a caminar. Y recuerdo que tuvimos una conversación en la que yo me quejaba amargamente de todo y, especialmente, de que un día antes me encontré a este chico que de verdad me interesaba y al que yo creí que le interesaba y entonces él no me invitó a salir. Y ya, de eso me quejaba con mi amiga. Y ahora, casi cinco años después pienso en todo lo que pasó con “este chico” y con esta amiga a la que hace años que no veo y con esta vida que de pronto se compuso. Así, sin darme cuenta, de pronto un día las cosas estaban bien y me gustaba la escuela y no me iba tan mal y tenía unas amigas maravillosas y loquísimas y resulta que al muchacho sí le gustaba, y aunque durante ese tiempo también hubo sus altibajos, no habían vuelto a ser taaaan bajos… Así como dice Sabines, “brotó la vida como una escarlatina”
Entonces pensé que a lo mejor ahí está el secreto. Que tal vez debo dejar de pensar en qué hacer o no hacer para estar bien. Tal vez se trata sólo de eso: de dejar que la vida siga, que las cosas fluyan, que de pronto me sorprenda otra vez completamente bien. A lo mejor así funciona, y todo lo que tengo que hacer es seguir caminando. A lo mejor dentro de cinco años tengo otra vez un balance positivo…
No me van a creer, pero esa noche dormí como hace mucho no lo hacía. Y soñé que volaba (nunca había soñado eso!!). Se siente padrísimo porque en el sueño cada vez me animaba a volar más alto y veía los árboles desde arriba (volaba sobre una especie de bosque). Y me siento mucho, mucho mejor.  Hacemos pequeñas pausas, pero el mundo sigue girando. Y, por fortuna, su movimiento es mucho mayor que nuestra comprensión y nuestra temporalidad.

jueves, 13 de octubre de 2016

El pretexto para venir otra vez al blog es que se me había olvidado decirles, hipotéticos lectores/as, que en la Revista Cuadrivio me publicaron una especie de crónica sobre el curso que hice en Nueva York. La pueden encontrar acá: http://blog.cuadrivio.net/babel/verano-gayatri-spivak/. 

Sólo por favor pasen por alto los errores de ortografía raros que hay por ahí, la verdad fue una cosa de la edición (lo juro: no entiendo los primeros paréntesis, ni algunas comas, ni algunos otros paréntesis, etc.) pero me dio pena decir porque pues... no sé, según esto que reciben muchos textos y que el mío había pasado la prueba, y etc., así que ante mi novatez para estos asuntos de publicar en revistas no académicas pues decidí no decir nada sobre los paréntesis y, en vez de eso, decir que muchas gracias, qué honor, qué amables. De todas formas sí pienso que muchas gracias, qué honor, qué amables, porque ps el texto se compartió muchas veces en fb y tuvo más lecturas (muchas más) que las que podría haber tenido en éste, su humilde y old fashioned blog. 

Quizás por estos días me anime a abrir una cuenta en medium (o cómo es?), si lo hago les aviso por acá, hipotéticos lectores, para que 'sigamos en contacto'. 

O bueno, la verdad es que también lo que me gusta de este blog es que pienso que me leen dos o tres personas, cosa que a veces me desanima (ya saben, el delirio de querer ser una escritora de verdad y no nomás una aficionada de blog), pero que a veces también me gusta mucho, me imagino esto como un espacio íntimo en el que nomás dos o tres amigos vienen a veces a ver cómo estoy.  Más como la sala de mi casa que como el escaparate de una librería, digamos. Y hay algo bonito en venir a escribirles y dejarles mensajes por acá, para cuando pasen, si pasan.

***

Por estos días estoy de regreso en Sudáfrica, luego de haber estado varios meses (otra vez) entre la Ciudad de México y Saltillo. Fiel a mis patrones: no sé cómo irme. Fiel a mis patrones: enredo y dificulto todo en vez de hacerme las cosas más llevaderas. Fiel a mis patrones: no me mudo, me divido.  Entonces me la he pasado acercándome más a mis amigos/as en ambas ciudades, experimentando con el poliamor (jajaj, iba a escribir que teniendo un amante en cada puerto, bien mamona. Pero bueno, más bien fue un ejercicio/experimento feminista de construir relaciones desde otros lugares. Salió bien, digamos, ambos chicos han sido excepcionalmente respetuosos de mis procesos, increíblemente generosos conmigo, y se ha manejado todo el asunto más en una dinámica de 'soy tu amigo incondicional, es decir: tu amigo', y menos en la dinámica de 'soy tu pareja, es decir: tu todo, es decir, por qué chingados sales con alguien más').

Supongo que el contexto facilitó todo el asunto (o sea estar divididos por océanos y así), pero no sé, ha sido muy raro. Está bonito sentir que hay seres humanos (no voy a caer en la tentación de escribir ONVRES) capaces de querer así, tan desinteresadamente, tan dispuestos a construir con otra persona una relación de amistad y apoyo, y la N. está pasando por procesos bien complicados porque renunció a su chamba, no tiene trabajo, no gana varo, va y viene, se hospeda en casas ajenas, no sabe qué quiere hacer con su vida, entonces amigo, echémosle la mano y no la jodamos si quiere tener otro amigo que la lleve al cine y la escuche toda la noche.  Y entonces (bocas abiertas - en riguroso gesto de asombro - señoras y señores) los dos dijeron que órale, que la N. necesitaba asideros y amigos en este salto que decidió dar de la manera menos calculada ever, y que ps va. Uno dijo 'va', el otro dijo 'ya qué', supongo. 

Probablemente éste sea uno de los años más raros de toda mi vida. 

También el punto es que ahora estoy, decía, de vuelta en Sudáfrica, ya terminándose un poco la aventura porque pues la gente tiene que seguir con su vida, y yo no puedo estar pagando boletos de avión tan seguido. Y tampoco puedo seguir dividida más tiempo. Acá o allá N., pero yapordios no nos hagas pasar por lo mismo el otro año. 

Luego estar en Sudáfrica es un viajesote. Sí, o sea porque está muy lejos y es muy diferente y no mames Africa, qué cabrón, vivo en Africa, no lo puedo creer. Pero sobre todo es un viajesote porque aquí se ponen en marcha procesos personales extrañísimos, que tienen que ver con descentrarme. Con ser otra y construirme a partir de otras cosas. Ya no ser la mujer profesionista académica independiente que destaca en su trabajo, etc., sino pues... ser, nomás. No es cosa fácil, amigues. No es cosa fácil amistarse con la idea de que mi vida y mi mañana no vale más o menos por estar dando clases en la UNAM, que por estar regando las plantas y haciendo de comer. No es cosa fácil reconocer que toda yo he sido atravesada por las ideas protestantes/capitalistas/occidentales, y que qué chingón criticar desde la academia, pero qué difícil ponerse una misma en la línea y decir 'ok, mi vida no tiene que enfocarse en el hacer sino en el estar, no en la producción, no en el punto de llegada, sino en los procesos y la paciencia'.

Y ya sé, ya sé que todomundo sale siempre con el cliché de 'ay, ya quisiera yo no tener que trabajar, ya quisiera poder dedicarme a escribir/pintar/leer/hacer lo que siempre he querido, whatever'. Al principio trataba de explicar: no bueno, mira, no es tan fácil; si lo haces por un mes o dos, o un año, o dos, está chido. Pero si lo piensas como que probablemente el resto de tu vida va a dibujarse entre otras coordenadas, da mucho miedo. Ahora ya no trato de explicar nada, sólo me dan ganas de decirle a la gente que me dice eso (que no son por supuesto obreros/as, ni trabajadores explotados/as que ganan menos de cinco salarios mínimos, sino académicos/as o amigos de A., o la familia política, o etc.): fuck you. Vete a otro lado con tus clichés. Déjame ser una fracasada en paz, y por lo menos reconóceme la valentía en ello, en vez de salirme con tus mamadas de 'ay no, pero fracasada por qué, ya quisiera yo'.  Yo también quise, amigues. Me lo estoy chutando y no está fácil. Déjenme ser fracasada y gorda y puta y jugar con esas palabras tanto como quiera sin sus supuestas envidias poco reflexivas.

***

No me acuerdo si alguna vez en este blog hablé de Cyn. Ella era mi amiga hace muchísimos años, muchísimos, como 12 pero parece como si hubiera sido en otra vida: vivíamos en Saltillo, yo estudiaba economía y ella letras; yo salía con un médico y ella con un POETA, señoras y señores, con un Poeta. Yo estaba emocionada con Benedetti (ya, ya, ya sé), y ella leía a Tomás Eloy Martínez, según recuerdo. Total, que éramos amigas porque teníamos un par de proyectos en común sobre literatura, difusión cultural y esas cosas. A las dos nos gustaba Cortázar, sólo que a mí me daba pena ponerme como nickname en el msn 'La Maga' (porque qué oso, si yo soy economista y seguro ni entiendo qué pedo con Rayuela), mientras que los estados de Cyn siempre tenían que ver con La Maga, o con el poema de Girondo de las mujeres que no saben volar y cómo pierden el tiempo con él (no saben cómo me caga ese poema), o con mariposas y vuelos y viajes y más vuelos y alas y vientos y cabellos despeinados.

También me acuerdo de que a Cyn le gustaba el poema de La Trapecista (ese sí lindísimo), de José Emilio Pacheco, y de que creo que fue gracias a ella que lo leí por primera vez.

Teníamos, creo, esa fantasía compartida de una vida no convencional, de sentir, pensar y construir de otro modo. De leer poesía y vivir poesía, y transformar el hambre en letras y también al revés. Era emocionante pensar en vuelos, alas, riesgos, y en que de alguna forma, por quién sabe qué misterios, esa era la única manera de encontrar algo nuestro. Algo de seductor tendría que haber, también, en la posibilidad de caer.

Lo que no sabíamos entonces era que sentir, pensar y construir de otro modo iba acompañado forzosamente por la incertidumbre. Pararte todos los días y preguntarte si neta no la estarás regando, y si neta no te vas a arrepentir de esto dentro de un año, o dos, o diez; y ya sé que la falta de certezas es algo con lo que todos lidiamos, pero ya sé también que las sociedades se han construido a partir de numerosos, cotidianos y compartidos esfuerzos para creer que sabemos lo que va a pasar mañana.

Lo que no sabíamos es que jugar a las alas y los vuelos tenía que ver, también, con el dolorosísimo proceso de reconocer nuestra fragilidad, de estar siempre abriendo la mano para soltar cosaspersonaslugares, y de cambiar, como si se tratara de estampitas, unas conquistas por otras. Sí, bueno, como renunciar a mis clases en la unam para venir a sentirme una fracasada* cuando paso toda la mañana en nimiedades, y cuando las verduras se me queman y el pollo me queda crudo y quemado al mismo tiempo. La única palabra clave de todo este párrafo es ésa: renuncia.

Y eso, para una morra treintona occidental de clase media, que creció creyendo en los mitos no ya de casarte y ser una excelente ama de casa y madre, sino además una profesionista que algo valioso aporta en el mundo de lo público (ergo, del capitalismo machista), es, a veces, too much.

Lo bueno es, amigues, Cyn, que no necesitamos cosas tan mamonas como metafóricas alas, sino, nomás, aprender a caminar. Y que si nos caemos sí hay red (o remedio, pues), y que está hecha de cosas tan bonitas como el tiempo, la paciencia, y el amor.


(este post está tan carta, que siento que tengo que terminar diciendo algo como:

Suya sinceramente,

N.)



*No, o sea, no me siento una fracasada y me pongo a llorar, sino que es como cuando en la marcha de las putas todas salimos a la calle y decimos 'soy una puta' en un tono desafiante y desparpajado, así yo acá, todas las mañana me levanto y me digo 'pinche N., eres una fracasada', y en vez de tener hijos, hacer el doctorado, ponerme a buscar chamba, escribir algo digno de publicarse, me pongo a leer, escuchar música, echar a perder cosas en la cocina, y ver las hojas de las jacarandas por la ventana. 



lunes, 22 de agosto de 2016

Otra vez extraño escribir, y otra vez regreso al blog porque no sé a dónde más. Aunque hace varios meses dije que ya nunca jamás iba a volver por aquí, que no tenía caso, que ya pasó de moda, que ni siquiera escribo chido. Así que desde hace varios meses mis ejercicios de escritura se han divido en dos: por una parte cosas que creo que son serias y podrían publicarse en algún lado menos anónimo que acá (pero en realidad parece que no tanto porque de ninguna revista de arte/cultura me han respondido), y por otra parte correos, muchos correos que mando casi todas las semanas a los afectos que andan regados por la Ciudad de México, Saltillo, Londres, Sudáfrica.

***
Hace varios años fui a una cantina con un entonces amigo, y unos tipos de otra mesa quisieron acercarse a la de nosotros. Mi entonces amigo se puso a discutir con uno de ellos un tema aburrido, y yo me puse a platicar con una señora no me acuerdo de qué. Sólo me acuerdo de que entonces yo estaba medio peda, y medio perdida con mi vida, así que le dije eso ‘creo que no sé qué quiero hacer con mi vida’; la doña me dijo que el consejo que le daría a una hija (si la tuviera) sería ‘haz lo que querías hacer cuando eras niña’.

Pues yo cuando era niña quería ser escritora. Leía, y leía, y leía, acorralada por el tedio dominical, mi nula vida social, y mis nulas actividades extraescolares. Creo que leer y escribir van de la mano, porque ya desde entonces se me ocurrió que si disfrutaba tanto leer, pues imagínense cuánto mejor sería escribir. Así que ñoñísimamente escribía cuentos y ‘reflexiones’, pero creo que ya desde entonces me salían puras cosas cursis que trataban de imitar a Las Mujercitas.

Mi biografía lectora es un espejo de mi biografía en todo lo demás: he ido improvisando con mayor o menor fortuna, porque resulta que nunca he tenido mentores/as ni modelos. Es como cuando digo: ‘soy la primera de mi casa en ir a Estados Unidos’ jajaja. Se oye bien tonto, pero es neta: a mí nadie me explicó cómo moverme en un aeropuerto, cómo pedir explicaciones, cómo no tener miedo a situaciones desconocidas. Así que voy por la vida muriéndome de miedo y de emoción al mismo tiempo, y voy por la vida improvisando.

Con las letras me pasó exactamente lo mismo. Jamás voy a terminar de agradecer que mi mamá me comprara libros con el dinero de las tandas, pero básicamente me dejaba leer lo que quisiera, pensando que ‘qué hijas tan raras éstas que piden libros cada cumpleaños’. Se supone que aquí los/as profesores podrían haber jugado un papel importante, pero pues educación mexicana en la que me exigían leer a Paulo Coelho y a Carlos Cuauhtémoc Sánchez. Una de mis tías con varo una vez nos regaló a mi hermana y a mí como cinco libros de CCS, ‘a ustedes que les gusta tanto leer, creo que esto vale la pena’. Seguramente vio la recomendación en algún lado (en uno de esos programas matutinos, tal vez), fue a un Soriana, los compró para ella y luego le dieron hueva y nos los regaló. Mi hermana y yo los leímos todos, y perdón pero yo consideré en aquellos entonces que ‘Un grito desesperado’ era una novela muy buena y muy fuerte. Ja.

Así que nunca hubo una de esas voces autorizadas que me dijeran ‘oye, lee esto, no leas aquello’. Todo ha sido al tanteo: pérdidas de tiempo, hallazgos luminosos de los que me doy todo el crédito. Quizás por eso no soy una de esas mamonas de la literatura que ven por encima del hombro a quienes piensan que Benedetti es un buen escritor. Quizás por eso en realidad me vale valía madre ir por la vida inventando mi propio canon de autores desconocidos. Como ahorita, que en vez de estar leyendo a uno de esos clásicos que no conozco, estoy leyendo a una coreana desconocida (Han Kang) porque me interesó una reseña que leí de la manera más random en un aeropuerto. También estoy leyendo a Bessie Head, que según me entero es una autora obligada en la literatura africana/poscolonial/feminista. ¿Pero saben cómo descubrí a Bessie Head? Porque en la recepción de clausura del curso de N.Y. un tipo me dijo que estaba haciendo su tesis sobre los libros de Toni Morrison y de Bessie. Yo estaba medio peda (jaja, para variar), y le dije que me encanta Toni Morrison, pero que a la otra morra no la conocía. Luego, como estaba peda, me entró la angustia de que al otro día no me iba a acordar, así que le pedí al tipo que me escribiera el nombre en un papelito. Semanas después me acordé y me puse como loca a buscar sus libros. Voy siguiendo pistas, pero son pistas bien desorganizadas y que no siempre llevan a buenos lugares.

Quizás en la lectura es así, y aunque es un poco raro que haya leído tanta autora africana y tan poco de José Emilio Pacheco o de Carlos Monsiváis, pues creo que me siento ligeramente cómoda con mi trayectoria lectora. Siempre puedo fingir que es más por hipster que por ignorante. O siempre puedo quedarme callada y no contar la historia de que en mi familia mi abuela era la única que leía ficción, pero creía que Isabel Allende era una gran escritora. Hola otra vez, Bourdieu!

Con la escritura me pasan cosas más complicadas. Por ejemplo, que nunca tuve la garra de decir en serio que ‘quiero ser escritora’ y ponerme a pensar en cómo hacerle. Y ese mentor/a que en las narrativas de los escritores siempre aparece, en la mía sigue echándose de menos: nadie me dijo que podía dedicarme a eso, que podía vivir de eso, que no tenía que ser una persona genial para escribir libros que pudieran publicarse y venderse. Porque cuando era morrita y podía escoger, para mí ser ‘artista’ estaba tan lejano como ser rubia, delgada y tener un novio guapo: cosas completamente fuera de mi universo de lo posible. Me imaginaba que ser ‘artista’ era una cosa extraordinaria, que tenías que haber nacido con ese talento manifestándose quién sabe de qué manera, a través de quién sabe qué trances. Nunca se me ocurrió que era una cosa de aprender y que, aunque difícil, había un camino más o menos claro de cómo-le-hace-una-para-dedicarse-a-esto.

El contexto familiar no ayudó mucho, y en una comunidad en la que me decían que si me salía de medicina iba a ser una fracasada, haber terminado escribiendo sociología es ya una transgresión suficiente, creo.

Pero este año pasaron cosas en mi vida. Renuncié al trabajo, he vivido estos 8 meses en casas prestadas, he viajado, ido, regresado. De repente estuve en N.Y. tomando clases con una morra famosísima, o estuve en Sudáfrica en una zona pobre escuchando una conferencia de Bill Gates, o estuve hablando con un diplomático chavista, o en la Ciudad de México en un bar feminista en donde una morra me dijo que si no soy lesbiana es por miedo a renunciar a mis privilegios heterosexuales. Y de repente pensé que quizás, después de todo, todavía podía darle vuelta al volante y ponerme a escribir ‘en serio’. Sin mucha idea de qué quiere decir ‘en serio’, supongo que algo tiene que ver con publicar y que alguien te lea.

Pero resulta que no, porque ahora estoy grande, no tengo contactos, no tengo redes, no sé cómo funciona el asunto de la publicación fuera de la academia y, sobre todo, no escribo lo suficientemente bien como para dedicarme a eso. Por eso me enojé con el blog, y por eso dije que ‘nunca más’: porque es una cosa para aficionados, porque al final de todas formas nadie me lee, porque es (y esto lo escribí en varios mails) como si fuera una niña que se pone a hacer dibujitos cuando su mamá la lleva a su oficina porque no tuvo con quién dejarla, y entonces todo mundo dice “qué bueno que la niña, tan buena, se entretiene solita”, y la mamá da gracias a dios de que así sea y le dice a la niña que sus dibujos están bien chidos y que los va a pegar en el refri.

Así que los últimos dos meses, además de todas las cosas que ya van tomando forma en una bonita y bien conocida depresión (de la que además ya qué hueva escribir), me he dedicado a hacer una especie de duelo por eso que no fui. Que no soy.

Me tardé un montón en tomarme en serio a la niña que fui, y luego en darme cuenta de que mejor no. Envejecer a lo mejor es eso: darle cuentas a nuestros yoes anteriores, y llorarles un poquito en sus pequeñas tumbas. 

lunes, 2 de mayo de 2016

24A

Dejó acá el primer texto que he presentado en el seminario del que ya les conté. 

El primer comentario que me hicieron estuvo bien mala lechoso. Empieza diciendo el vato que "quizás no es mi papel decir esto, pero no entiendo por qué estamos discutiendo este texto en un seminario de literatura" jajaja. Luego: que estaba cursi, que no se entendía, que no le parecía chida mi postura de una feminista que se burla de otras mujeres (?),  que las cursivas qué pedo, etc., etc.

Sin embargo, los comentarios de El Maestro fueron bastante buenos. Dijo que él quitaría la parte editorial porque era políticamente correcta y no aportaba mucho al debate (o sea los tres primeros párrafos), que la parte periodística estaba 'en su punto', y que lo más potente era la onda de la 'crónica gonzo' pero que me faltaba enfatizarla. Luego se tiró un rollo muy interesante de por qué a estas alturas ya es ridículo decir que un texto no tiene valor literario sólo porque no puedes decir a qué género pertenece, es más, que eso del género ya ni se usa. Punto para la dama, creo.

Cuando salimos, rumbo a las chelas de cada miércoles post seminario, El Maestro caminó conmigo y me dijo que 'me gustó mucho tu texto. O sea no todo, hubo cosas que no me gustaron, pero en general está bien'. 

Y pues quiero decirles que eso es lo mejor que alguien puede decirte, porque he descubierto que en estas ondas de los talleres de escritura NO SE USA, es más, está prohibido eso de decirle a alguien que 'qué chingón  tu texto', o 'me gustó mucho'. No amigues, acá el chiste es tirar trancazos. Son muy rudos estos escritores, y contrasta muchísimo con mis talleres académicos buenaondita y chairos sobre el espíritu de construir en colectivo. No sé, raro. Luego escribo más de esto. 

También luego escribo de que no puedo creer la forma en que convertí estos meses de recuperación en Saltillo, en una cosa desordenadísima, una montaña rusa de emociones, un caos del que ya quiero escapar. Tengo el super talento de hacer tormentas en vasos de agua. 

Mientras, dejo 'el texto sin género reconocible' acá. Es una primera versión, lo tengo que seguir trabajando con los comentarios que me hicieron, pero la neta tengo un chorrísimo de trabajo y no sé si se va a poder. En fin. 

(Ah, y sí, otro tipo me criticó que puse que todo empezó con las muertas de Juárez, que le asombraba que 'una feminista  no sepa que esto ha estado presente siempre en la cultura mexicana'. Y sí, sí sabía. Pero quise empezar con Ciudad Juárez siguiendo la propuesta de Rita Laura Segato sobre los cuerpos de las mujeres, la pedagogía de la crueldad y las nuevas formas de la guerra en México. Le hubiera contestado eso al tipo, pero está prohibido que respondas cuando te están comentando. Es más: está prohibido que te hablen, todomundo tiene que hablar onda 'me sorprende que la autora haya tomado la decisión de hacer catarsis al final' jajaja.)

***
24A
El horror que se escribe en este país sobre los cuerpos de las mujeres no es nuevo: empezó hace un par de décadas con las muertas de Juárez y, desde entonces, no ha hecho sino cambiar de sedes, formas y discursos. Sin embargo la constante pues, es eso, una constante: mujeres violadas, asesinadas, desaparecidas, desmembradas, cercenadas, perdidas. Cuerpos desechables, notas rojas, interminables discusiones políticas. La consecuencia de todo, parecía hasta hace pocas semanas, era la naturalización de esa violencia: aceptar como destino inevitable que México es una patria que siempre trae un ojo morado.
La pregunta, entonces, es por qué tardamos tanto en movilizarnos en torno a este tema. Quizás no es La pregunta, pero al menos es una cosa que no he dejado de pensar desde que salió la convocatoria para la marcha del 24 de abril, y mis amigas feministas en Facebook y en todos lados alzaron la voz para celebrarlo: ¡ya era hora! Claro, ya era hora, ya hasta se nos estaba haciendo tarde, pero ¿por qué tardamos tantísimo? Yo he salido a marchar por el desafuero del peje, porque nos robaron la presidencia, por el movimiento 132, para pedir la democratización de los medios de comunicación en México y, obviamente, por los 43 estudiantes desaparecidos en el 2014.  En todas esas coyunturas marché en contingentes feministas. Ahí estuvimos, vestidas de violeta y gritando consignas no sexistas. Acompañamos, lloramos, exigimos. Y luego, irónicamente, parece que repetimos el estereotipo de las madres abnegadas que abrazan todas las causas, menos la de no ser la única que limpie la mierda que el resto de la familia deja en el baño. Nos hemos indignado con las miles de razones para la rabia que en este país caen como maná: diaria, gratuita e imperceptiblemente, pero no habíamos sido capaces de poner nuestras vidas y a nuestras muertas en el lugar protagónico de la política.
Y entonces, más tarde que temprano, surgió la convocatoria: hagamos la primavera violeta, salgamos a marchar contra las violencias machistas- así, en plural, como buenas hijas de los tiempos - mirémonos a los ojos y recordemos que no estamos solas, que esta lucha se pelea en colectivo, o las posibilidades de ganarla de plano desaparecen.
A mí el 24A me agarró en Saltillo, ni modo. Con el miedo de que no hubiera quórum suficiente, llegué al solazo norteño de las 5:00 pm en la Alameda, lista para al menos tomarle el pulso a esta ciudad que no termino de reconocer. Sorprendentemente, estaban poco más de 70 personas, en su mayoría mujeres, esperando que saliera el contingente. Todas ellas venían a la marcha con la actitud de ir a presentar una tabla gimnástica en la secundaria. No lo digo de forma peyorativa, lo digo porque se notaba un chingo de trabajo previo al aparecerse en la alameda a las 5:00pm: un grupo venía uniformado con camisetas negras y paliacates morados, todos del mismo tono;  otro grupo venía de color morado/violeta, todas cargando carteles con las mismas consignas y tipografía; había un par de niñas con muñecas con listoncitos violetas y consignas en miniatura, una señora repartía pulseras del mismo color. Yo llegué con el habitus chilango de estar 20 minutos después de lo citado y, 15 minutos antes de lo citado (o sea 35 antes de mi hora calculada), las amigas con las que iba a marchar ya me estaban llamando al celular para preguntarme que dónde estaba. Ésa era la atmósfera de los 15 minutos antes: 70 mujeres (y unos cuantos hombres), todas preparadas para marchar: tenis, botellas con agua, cantimploras, cachuchas, lentes de sol, pancartas traídas de casa, o sea, no hechas ahí al trancazo con un lápiz labial, uniformes.
En este extremo tono de organización, orden y cordialidad, protección civil apareció a tiempo, y educadamente le dijo a la organizadora que tenían órdenes de no dejar que cerraran la calle de victoria, por el tráfico. La organizadora dijo que entonces marcharíamos por Aldama. La agente de protección civil dijo que OK, que siguieran a la patrulla. La organizadora dijo que muchas gracias. La de protección civil se fue manejando la patrulla, acompañando las consignas con el claxon de tanto en tanto.
Finalmente salió el contingente, con el Colectivo Revolución Púrpura a la cabeza. Otra vez el orden presente: repartieron hojitas con las consignas impresas, y las íbamos gritando por orden numérico: primero la primera, después la segunda, y así sucesivamente. Las consignas eran las mismas de siempre: no me da la gana ser asesinada por quien dice que me ama; señor, señora, no sea indiferente, se mata a las mujeres en la cara de la gente; lucha, lucha, lucha, no dejes de luchar, por una patria justa, feminista y popular. Y tiemblen, y tiemblen, y tiemblen los machistas, que América Latina será toda feminista.
No había ni un megáfono, ni un tambor, ni sonido, ni nada. Sólo las voces de quienes marchaban y se animaban a gritar consignas. No todo mundo gritaba, otras asistentes sólo se reían y alzaban sus cartelones para protegerse del solazo norteño y también, quién sabe, de las miradas de los transeúntes.
El grupo de adelante iba caminando demasiado rápido, así que la marcha duró más bien poquito: el tráfico no se interrumpió por más de 30 minutos. En la calle de Aldama la gente se paraba y salía de las boutiques y zapaterías como si se tratara de un desfile; se detenían en las banquetas, nos veían, sonreían burlonamente (algunos), solidariamente (muy pocos), sin expresión reconocible (la mayoría). Y bueno, tampoco había tantísima gente en las calles: eran las 5:30 y quizás ya mencioné muchas veces el factor solazo norteño.
Una periodista nos tomó fotos, mi amiga V. se rió y dijo ‘ahora sí mi mamá no se va a acabar la carrilla’, el resto del grupo soltó una carcajada. “A ver qué me dice mi novio cuando me vea en el periódico”, dijo otra también entre risas.
Llegamos a la plaza de la Nueva Tlaxcala, tampoco nos dieron permiso de ir a la de armas. Nadie sabía qué hacer: el contingente sonreía, alzaba otra vez las pancartas, ¡había durado tan poco! ¿y ahora qué hacemos?, me preguntó el tipo de al lado. No sé, le dije, esperemos a que las organizadoras den instrucciones. Pero ellas no daban instrucciones, y no tenían sonido, ni megáfono, ni pódium, ni nada. A alguien se le ocurrió que hiciéramos un círculo, lo hicimos. Seguimos gritando consignas otros 10 minutos, en orden. El sol, el calor, los ánimos que iban serenándose. La gente se empezó a dispersar: comprar aguas en el oxxo o sentarse en una sombrita en la acera de enfrente. Finalmente las organizadoras pusieron dos pliegos de papel estraza y marcadores en una pared y en el piso: que si queríamos podíamos pasar a escribir historias de MiPrimerAcoso, tema que había estado en las redes sociales de México desde el día anterior. Que no nos fúeramos, pronto llegaría el sonido y un espectáculo de belly dance.
El contingente feminista empezó a hacerse más difuso, familias se acercaban cuando finalmente llegó el sonido y puso una canción de rap, marchistas empezaron a irse, todo fue cambiando de colores. Ya no predominaba el violeta. Una vez terminado el espectáculo, cuando finalmente se leyó el comunicado, la mayoría de la gente ya no entendía muy bien qué tenía que ver una cosa con la otra.
Nosotros nos fuimos asoleados a buscar algo de tomar, sólo para llegar a un establecimiento después de las 8:00 pm, y que nos dijeran que ya se había terminado la venta de alcohol. Es domingo, y a esta hora ya no nos dejan, disculpen, estamos en Saltillo – nos dijo la irreverente mesera. Ni siquiera pudimos llevar a cabo el sagrado ritual de contarnos la marcha frente a un tarro de cerveza.
Todo fue así: novato, chiquito, esforzado, sin la espontaneidad del hábito, sin la práctica de externar la rabia o la alegría. Gente que iba con mucha expectativa y mucha decisión, y que se fueron contentas con la aventura de haber hecho algo, y de salir en el periódico ‘haciendo desmadre’, aunque el mayor desmadre, creo, fue no haber marchado por la banqueta.
Y, sin embargo, a mí es la marcha que más honestamente me ha hablado de despertares.
Entonces acá tengo que correr la cortina y hacer un flashback al lunes antes de la marcha, en casa de V., en donde nos reunimos tres chicas, V., y yo, a hablar sobre feminismo, decidir si íbamos a marchar juntas, y si nos íbamos a presentar como colectivo. Colectiva, les dije yo, porque ése es el léxico del movimiento feminista. Colectivo, corrigieron ellas, todavía no somos tan radicales.
Ese lunes todas, sin excepción, me dijeron como disculpándose que ‘estaban en pañales’. Una de ellas me dijo: ‘yo sí concuerdo con esto que estamos discutiendo, pero creo que me falta mucho para llegar a decirme feminista’. Las demás dijeron sentirse igual. Luego hablamos de procesos, y de cómo ser feminista es tan fácil como empezar por apropiarse ni más ni menos que del propio cuerpo: que nadie lo toque sin nuestro consentimiento, que nadie lo violente, que nadie lo consuma, que nadie lo juzgue, que nadie lo humille, que nadie le dicte la agenda ni le cuente las calorías.
Yo, feminista, abortista, solterona, sin hijos, que hace 8 años salí corriendo de la conservadora sociedad saltillense para volverme invisible en el D.F., el domingo marché junto a ellas, el naciente colectivo, y al verlas sonriendo para el periódico Vanguardia, y gritando por la calle de Aldama que la alerta feminista camina por Saltillo, no pude sino sentirme llena de admiración. Qué jodidamente valientes estas chicas que un día antes fueron a Suburbia a comprar camisetas del mismo color: violeta.