martes, 18 de julio de 2017

Pretoria ha sido, entre muchas otras cosas, el lugar en el que me hice adicta a los audiolibros. No me molesta pasar tanto tiempo sola, pero a veces necesito llenar esos espacios con cosas que hagan todo más llevadero: las largas horas empleadas en el trabajo doméstico y de cuidados, por ejemplo, son menos tediosas si mientras tanto puedo escuchar un cuento o una crónica. Es un síntoma de la época, estos días en que los tiempos están confusos y sobrepuestos. Pero además de los horrores que eso ha traído en la sociedad, también deberíamos hablar de las posibilidades súper bonitas que nos ha abierto: 30 minutos cortando verduras se traducen en un cuento, o un capítulo, o un poema, y está chingón lo que esas dos interacciones y actividades producen. O, por lo menos, lo que producen en mí.

Por ahora estoy escuchando el último libro de Harry Potter. Ya sé que no es la gran literatura, pero me gusta la historia, me gusta cómo está contada, y son súper útiles para practicar mi inglés y distraerme cuando cocino o trapeo. Los audiolibros de HP han sido grandes aliados en esos momentos en los que no tengo ganas de nada. Siento como si fuera tomarte un café con la tía que te cae bien: ya sabes de qué se trata, pero eso no quiere decir que la ligereza de la conversación y las bromas sean menos disfrutables.

Así que más o menos con ese mood de ‘ya sé qué me vas a decir, pero está chido’, me la he pasado combinando la fantasía con el nada fantástico trabajo de cuidar el espacio en el que vivo. Con la rutinaria actividad de limpiar el piso cada vez, y de sacar cosas del refri cada día, y de prepararme un menú que con mayor o menor fortuna combine lo saludable con lo que no sepa tan mal, y que además se adapte a mis bajísimos niveles de destreza en la cocina.

Pero hoy, cuando lavaba los trastes, me encontré con un pasaje que me conmovió muchísimo. Será por la soledad, será por los hormonas, será porque hace 10 años que lo leí no tenía las herramientas para entenderlo. Es el segundo capítulo del tomo 7, cuando Harry tiene que despedirse de sus tíos Vernom y Petunia, y de su primo Dudley. La familia con quien por 16 años vivió, siendo tratado como un estorbo, una carga. No van a volver a verse nunca, y ambos lo saben. El momento del adiós, sin embargo, es melancólico e incómodo, con muchas palabras no dichas, con algo entre el alivio por haber llegado al final, y la tristeza por lo que pudo ser si tan sólo no fuéramos nosotros los que estamos escribiendo esto. Y al final Harry ve a estas personas, que han sido el primer espacio en el que conoció el desamor, y no es capaz de decir nada. Aquí no le sirven sus conjuros, ni su varita, ni hay magia capaz de transformar esta historia. Así que sólo cierra la puerta, buena suerte y hasta luego.

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Hace 10 años yo no sabía lo que era tener enemigxs. Por supuesto, pasé por la adolescencia, y fui una adolescente bastante promedio que tenía ciertas rivalidades con amigas y no amigas. Fulanita, que anda con el Sotanito que me gusta, es increíblemente tonta y me cae mal. Yo le gusto a Menganito y por eso Sulanita me mandó un mensaje diciendo que soy una puta. Puras enemistades pueriles que en el fondo trataban de imitar el guión de ‘Amigas y Rivales’, o de ‘Soñadoras’, o la telenovela en turno. En la que, por supuesto, las mujeres teníamos que ser justamente rivales, y hacernos desplantes con mayor o menor elegancia, y etc.

Después de eso hubo un montón de gente que no me cayó bien, y a la que yo no le caí bien, y limitamos estos disgustos a cruzar la calle, no cruzar palabra, no interferir en la trayectoria del otro/a.
Hasta que llegó el 2015, y a mis 30 años supe lo que se sentía tener enemigas más allá del drama televisivo. Supe lo que era tener miedo de alguien, y resultó que era alguien que tenía poder sobre mí, así que supe, por primera vez, lo que se sentía que me sudaran las manos y se me secara la boca cada que veía venir las señales de otro ataque.  Supe que en la oficina de al lado había un grupo de personas riéndose porque me vieron llorar en el baño. Supe que en las cervezas del viernes el tema de conversación fue cómo hacerme sentir tan asustada que, aparentemente, no me iba a quedar más remedio que irme de ahí por mi propio pie. Supe lo que se siente eso de que te ‘levanten falsos’, y el juicio menos imparcial y más cruel en el que he estado en mi vida, con ella sentada enfrente de mí acusándome de cosas que jamás hice (ni haría), viéndome a los ojos convencida de que todo se valía para darme una lección a mí, la N. a la que ‘alguien’ tenía que enseñarle que no, que no era tan inteligente, que no era tan feminista, que no era tan buena persona, que no valía tanto la pena.

Y, por supuesto, supe ser una enemiga. Supe lo que se siente el odio. Supe mis deseos y fantasías de que algo malo le pasara. Supe que el día que P llegó llorando porque su gatito estaba enfermo yo me metí a la oficina de buen humor, y pensé que ojalá que se muriera. Y cuando la vi comiendo pepinos porque estaba a dieta, yo bajé por un café riéndome y diciendo que pobre morra, ojalá toda la vida tenga que vivir con sus kilos y su vergüenza.

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La última vez que la vi fue en la fiesta de fin de año. No debí de ir, pero estaba un poco obsesionada con no dejarlas ganar (pero qué tonta, pienso hoy). Nos ignoramos durante toda la noche. Yo fingí pasármela súper bien, bailé horas seguidas, brindé con todomundo. Al final me la encontré en el estacionamiento, yo estaba esperando mi Uber, ella iba caminando sola a su camioneta, aparentemente a sacar un abrigo de la cajuela. Me vio, y sólo me dijo ‘buenas noches’. Pensé en todos los discursos que por meses había estado practicando, todo lo que querría decirle, preguntarle, todas los por qués y los chingatumadre que había pensado que se merecía. Y al final no pude decirle nada porque, igual que Harry Potter, entendí que no había nada qué decir. Que no había nada más que la tristeza y la sentencia fatídica, para ambas, de que ‘lo que hagas será para siempre lo que hiciste’. Buena suerte y hasta luego.